miércoles, noviembre 25, 2009

PURA FICCION

El pecado de todo lector…intentar escribir. El segundo desliz, pretender que otros lo lean. Allí vamos. fv



Fue en un viaje urbano que compartimos luego de una tertulia del grupo. Apenas nos sentamos, él se aferró a un pequeño crucifijo de madera. El colectivo estaba vacío y las calles desiertas. El hombre, una leyenda viviente de la irascibilidad, nunca hablaba demasiado. Solo cuando podía justificar el uso de una filosa replica que hiera de muerte el engreimiento de su ocasional interlocutor. Era corrector literario. Uno de los mejores.

Me estaba empezando a fastidiar su plegaria en susurros. El corpulento anciano debía aspirar a la condonación de una falta muy grave, única razón, según mi particular teoría que resume al rezo como una mera especulación utilitarista de probabilidades, de ostentar semejante fervor espiritual.

Decidí que era un buen momento para degustar su famosa altanería. El bamboleo que provocaba el andar sobre una calle adoquinada acomodó las palabras que se alistaban en mi mente para resquebrajar el hielo. Sin anestesia le comenté que su oficio me parecía inmoral. Su murmullo esoterico cedió. Agazapado, aguardó con una mirada fulminante que adhiera algún argumento a mí afirmación.

Callé por algunos segundos, hundido en alucinaciones sobre la salvaje reacción que hubiese ocasionado si optaba por mi otra alternativa de provocación: su absurdo apego a la religión. Divagué sobre una desmedida réplica física que me emprendía el pendenciero ante la ironía de índole sexual con la que fustigaba sus creencias. En esa escena imaginaria, sus ojos desorbitados enmarcaban los ataques que me propinaba con la punta del crucifijo. Vociferaba fórmulas en latín ante cada estocada que hundía en mi entrepierna. Sentí alivio de haber descartado esa opción hostil. Lo guardé en la manga y regresé al campo de batalla consciente de mi débil arsenal de argumentos.

Básicamente, agregué que era extravagante y artificial que un ilustrado en letras entrometa sus narices en la obra de un colega para censurar su personal estilo literario. Sobre la marcha, adicione la conclusión de que esas prácticas, a excepción de que la obra se encuentre encabezada por el escritor y su censor, son rayanas a las maniobras de un vulgar estafador e imputables a los dos participes de esa asociación ilícita.

Poco convencido del planteo estratégico de mi arremetida proseguí, estoico, con una metáfora gráfica que intentó reforzar mi particular opinión. Enuncié, ante la atónita expresión del corrector, que es tan absurdo como si en pintura permitiéramos que un autor, luego de terminada su obra, la haga retocar, en sus trazos o matices supuestamente irregulares, por un experto en las técnicas que rigen la representación gráfica y que, luego de ese arreglo, la exponga como de su exclusiva autoría.

Finalice diciendo que esa usual conducta del ambiente literario falsea el genuino mensaje que pretendió fluir del espíritu del creador y, además, permite la subsistencia de los burócratas de la técnica, que desprovistos de un alma con aptitud para irradiar mensajes creativos, se irguen en escribas de las reglas protocolares de la literatura.

No me creí ni una sola palabra. Carezco de la estúpida arrogancia del insurrecto crónico que presume sapiencia por desautorizar la Biblia y el calefón. Reconozco la utilidad de los correctores. Un nuevo par de ojos entendidos en letras son imprescindibles para detectar falencias en los laberintos de signos que fueron sembrados por alguien encandilado por la potente luz creativa.

Pese a ello, mi falacia surtió efecto. El corrector pronunció para sí las palabras: estafador, opresor, desalmado, aprovechador y burócrata. Precavido, observé su lenta modulación y cualquier indicio corporal que me alerte sobre un inminente ataque físico hacía mi persona. No me miraba. Gritando, continuó exclamando el escueto resumen que había elaborado sobre mis agravios: estafador, opresor, desalmado, aprovechador y burócrata. Lo censuré. Más que desalmado, le dije, yo diría alma estéril. Sufra en persona el amargo gusto de su propia medicina, pensó mi personaje.

El colectivero, acostumbrado a los preámbulos que anuncian riñas, observaba de reojo mientras especulaba un posible recorrido hacía la comisaría más cercana. De ahí en adelante solo recuerdo una frase demasiado ingeniosa para el contexto de los rústicos códigos que rigen el lenguaje de un pleito callejero: “perverso filosofo academicista, sí eres tan digno pensador como presumes, refútate ésta”.

Unas horas después, desperté mareado en la cama de un hospital, reprochándome mi estúpida costumbre de comprobar los mitos. No tendría que haber sido tan sedicioso con un irascible mastodonte del que cuelgan manos que, a simple vista, se adivinan todavía más pesadas que las campanas de la catedral. Todavía repiquetean en mi cabeza.

6 comentarios:

Eugenia Hermida dijo...

Fv, tres cosas.

uno. no es pecado, es arrogancia. hermosa arrogancia de quien es lector.

dos. ¿es real?

tres. genial.

natalio stecconi dijo...

Ey, ¿pura ficción?

Anónimo dijo...

Pura ficción.
fv

flor dijo...

vivo con un corrector.

Anónimo dijo...

pura ficción...

fv

Anónimo dijo...

Miren qué cruce loco. La forma de escribir de FV, en este y otros textos anteriores, me venía latiendo porque la sospechaba parecida a la de otro autor que, hasta el día de hoy, no pude definir o precisar. Cada vez que volvía a pensar en ello lo descartaba rápidamente porque seguía sin sacar a ese autor.
Pero fue hasta hoy -YA ESTÁ-, con eso de leer y releer el término "corrector".
"Corrector" me llevó a "corrección", y de allí fui a parar directamente a Thomas Bernhard.
Resulta que Thomas Bernhard tiene una espléndida novela llamada "Corrección". La escritura de Fer me hace recordar a la escritura de Bernhard en, precisamente, su novela "Corrección".

De paso tómenlo, si lo aceptan, como un recomendado al estilo LSDA.

Las vueltas de la vida y la ficción de la milanesa. Bingo. La saqué, me acordé. Un problema menos para mis neuronas y su sinapsis averiada.

Pura verdad.

NS