lunes, noviembre 16, 2009

diluviada

Me hierve la sangre y tengo mucha bronca por nosotras, las mujeres, porque los hombres nos consideran capaces de hacer cualquier cosa. (10)

no sin razón de nosotras surgen las tragedias. Nada somos más que coger y parir. (137)

Lisístrata, Aristófanes

Tengo frío. Voy por la calle con un vestido nuevo que me compré hace una hora y media, cuando empapada, empapadísima y con más frío todavía, crucé Medrano y Corrientes y tuve que afirmar los pies sobre el asfalto porque no sabía qué pisaba y la fuerza del agua era tal que tiraba como tiran las corrientes marinas cuando uno se para un poco más allá de la orilla. Me refugié bajo el techo de un local, me sequé los ojos, retorcí el vestido que llevaba puesto y entré. No quiero mojar, perdón. No te preocupes. Te doy unas servilletas para que te seques. Gracias. ¿Qué buscas? Necesito algo para cambiarme. Un vestido. Yo soy de los vestidos. Éste, ¿cuánto sale? 35. Dice “musculosa”, pero es un vestido. Lo llevo. ¿De qué color? El gris… No, mejor el violeta. No, a ver, dame el gris. Bueno. Mirá cómo estás, toda empapada. ¿Querés que me fije si hay una toalla? ¿Querés cambiarte? No, gracias. Me quedan un par de cuadras todavía y sigue lloviendo a cántaros. Me cambio cuando llegue a terapia. Gracias. Perdón, les mojé todo. No hay drama. Y después, la lluvia violenta de nuevo, pero no tan violenta como la que me agarró en Loyola y las vías. Y eso que la de Loyola y las vías no fue tan violenta como la que me agarró en Villa Crespo, buscando con desesperación alguna boca de subte cuando tuve que parar en una esquina. Mirá como estás, entrá, querida. No, gracias, tengo que seguir. Miro para adentro. Es un restorán. El tipo se levantó de una mesa y abrió la puerta especialmente para decirme eso. Cruzo. Me quedo cinco minutos parapetada bajo el toldo de una heladería, muerta de frío, sin saber qué hacer. Es imposible seguir, no se ve nada. El vestido se me pega al cuerpo. El corpiño strapless armado, que me compré especialmente para ese vestido strapless, está empapado. Pesa. El vestido también pesa y se me pega al cuerpo. Lo retuerzo un poco, pero es inútil. Disculpá, ¿sabés a cuántas cuadras hay una boca de subte? A unas cuatro, dice la mujer con cara de pocas probabilidades. Sigo. Busco refugio en las esquinas o a mitad de cuadra. La lluvia cae con una fuerza tal que una no puede quedarse paradita a cielo abierto esperando que las luces del semáforo cambien de color.

Es el segundo subte que me tomo en menos de dos horas. En la estación, el calor y el vaho son impresionantes. Siento la presión baja. Siento el estómago revuelto por la adrenalina. Agarro un caramelo y me lo meto en la boca. Mi cartera, a esta altura, está tan inutilizable como quedará, al menos, por un par de días. Como la billetera, como los billetes, como los papeles que le llevo a mi psicoanalista, como mi libreta, como mi documento. El guardia de seguridad de la estación me ve empapada y dice: “mi reino por un vaso de agua”. Sonríe. No lo entiendo. Le sonrío igual. En el vagón, una mujer me mira con pena. ¿Querés sentarte? No, gracias, voy a empapar todo. Y veo el charco que se forma debajo de mí. A esta altura estoy con mucho frío. Los ventiladores del subte, que remueven aire caliente, me ayudan un poco, pero salgo, dos estaciones más adelante y la lluvia sigue violenta, furiosa y yo me empapo un poco más. Cruzo corriendo Medrano y Corrientes y tengo que afirmar los pies sobre el asfalto porque no sé qué piso y la fuerza del agua es tal que tira como tiran las corrientes marinas cuando uno se para un poco más allá de la orilla. Me refugio bajo el techo de un local, me seco los ojos, retuerzo el vestido que llevo puesto y entro. ¿Qué buscas? Necesito algo para cambiarme. Un vestido. Yo soy de los vestidos. El gris, dame el gris. ¿Querés cambiarte? No, gracias. Me cambio cuando llegue a terapia. Pienso en subirme a un taxi, pero así no puedo subir a ningún lado. Ningún taxista me lo permitiría. Igual no se ven taxis vacíos. Camino. A dos cuadras del consultorio hay un bazar gigante, de esos que venden desde un lápiz hasta una cortina de baño. Voy en busca de un repasador.

Tengo la imagen de V., hace un rato, saliendo de la redacción. ¿Te llevo a algún lado?. No, gracias. Tengo que seguir hablando con el editor y después, a lo que vine, a buscar mi pago (o mejor, la “cuota” de mi pago porque me pagaron $350 en dos cuotas). Claro que no esperaba que el cielo se pusiera así y que el agua cayera con tanta fuerza y que yo, que uso musculosa en invierno, pudiese sentir este frío alguna vez.

En el bazar, un tipo limpia el piso y yo dejo una estela de agua a mi paso. Me siento culpable. Encima no hay repasadores de toalla. Compro uno de tela, el menos chillón. Seis pesos. A esta altura la lluvia calmó su intensidad, se parece a una caricia. Unos carniceros aguardan en la cornisa de su local. Ojalá que llueva hasta las cuatro y media, dice uno, pero las cuatro y media pasaron hace rato. Necesito cambiarme. Entonces voy al bar de la esquina. ¿Puedo pasar al baño? Sí, al fondo a la derecha. Me saco el vestido. Mis zapatos tienen agua adentro. La ropa interior está empapadísima. Agarro el repasador, me seco la piel como puedo. El corpiño está mojadísimo, ¿me lo saco? No, no puedo ir a terapia sin corpiño. Y lo dejo que se escape ridículo por el escote del vestido nuevo que parece una enagua antigua.

Es temprano. Paulo me hace pasar al hall. Le cuento de mi periplo, haciendo ademanes para evitar que el corpiño se asome tanto por el escote. Agarro el repasador. Frente al espejo, me seco un poco más. Me siento en un escalón al fondo. Me saco los zapatos. Los pongo en la misma bolsa en la que puse el vestido mojado que, aunque retorcí como un trapo, sigue empapadísimo. Me quedo descalza. Me seco los pies. Tengo frío. (Hacía mucho que no sentía un frío de este tipo).

Llega el licenciado. Trae paraguas. Prevenido. Yo no uso paraguas y para piloto hacía demasiado calor. Paulo le cuenta que me cambié en la esquina. ¿Querés pasar al baño a secarte un poco? Ah, entonces hay baño acá, pienso, pero me limito a decir que no, que gracias, que está bien. De todos modos, él me da una toalla de mano y yo me suelto el pelo y me lo seco. Ya está. Ahora sí, con el corpiño que se ve y todos los pelos de mi cabeza revueltos por la lluvia, la humedad y la toalla parezco una de esas histéricas que aparecen en las películas blanco y negro sobre Freud. Sólo que yo no soy histérica. Sólo que me acurruco en el diván muerta de frío, con los brazos cruzados para abrigarme. Sólo que él me ofrece su abrigo y yo le digo que no (quizás haya algún tipo de cuestión ética que impida que una paciente use el abrigo de su psicoanalista, pienso), pero estoy muerta de frío, entonces, finalmente, lo acepto. No quiero mojarlo.

Salgo de la sesión. Tengo frío y un sol radiante sobre mi cabeza. Tengo unas ganas terribles de hacer pis y el corpiño se me ve y debo hacer malabares continuamente. Así no puedo estar en la calle, es ridículo. Entro en el baño de otro bar. Hago pis y aprovecho para sacarme el corpiño. Sin corpiño y con ese vestido que parece un camisolín viejo, me siento un poco Lisístrata, aquella dama, que en la genial comedia de Aristófanes, organiza una “huelga” de sexo –las mujeres de la Antigua Grecia y alrededores juran que no cogerán a sus maridos (aunque los histeriquearán a más no poder) hasta que no firmen la paz– para frenar la guerra del Peloponeso. Leí esa obra por primera vez en primer año de la facultad, con algunas partes censuradas. Censurada y todo Lisístrata se convirtió en una de mis lecturas fundamentales (aunque nunca supe bien por qué).

El hecho es que aquello de sentirme Lisístrata o alguna de las mujeres encolumnadas detrás de ella, enfundadas con esas túnicas transparentes, azafranadas (amarillentas) que bien describe Aristófanes, capaces de seducir a cualquiera, me dura muy poco. Yo no quiero hacerle la guerra a mi marido y a sus congéneres para frenar la guerra. ¿O sí? ¿Qué guerra? De todos modos, apenas aparece mi posibilidad de seducción y el sentimiento de libertad que me da el vestido (y la ausencia de corpiño), se me viene la mente mi marido y su eterna explicación sobre el efecto que surten en la masculinidad de los hombres los pezones que se deducen tras una remera o un vestido.

Ahora lejos de sentirme libre, me siento mirada. No es paranoia. Lo juro. Jamás en mi vida me miraron tanto las tetas (o lo que se adivina de ellas). Entonces, empiezo a taparme como puedo. Me pongo los brazos sobre los pechos en posición de rezo. Empiezo a rezar para que el camino no sea tan largo. Intento acortar con el subte, pero no anda y la cola del colectivo llega hasta mitad de cuadra. Camino rápido, ligero, tapada como puedo, pero los tipos miran igual.

Entonces, unas 20 cuadras después, llego a casa, con los pelos revueltos y esa pinta de histérica de película vieja. El marido repite tres veces: “estás en camisón”, “estás en camisón”, “estás en camisón”. Y la mujer, que soy yo, lo niega tres veces. Porque aunque crea que el vestido se parece a un camisón, ante tanta insistencia (y la menor posibilidad de paz), lo mejor, es negar, negar y negar, ponerse en el bando contrario, abrirse de la opinión del otro, hacer la guerra (y no el amor). Y yo que sigo y seguiré con este frío.

8 comentarios:

natalio stecconi dijo...

Flor.

L>S>D>A dijo...

Lindo, eh.
Nos estamos convirtiendo en un club literario.

MeGalómano! dijo...

me encantó, igual ya te lo comente en tu blog. Daria mi pierna izquierda por escribir así.

flor dijo...

¿y qué me delató, Nat? Ahora quiero saberlo todo.

P.: Curioso que a un poema de alfonsina le siga un poema sobre el mar y a éste un texto sobre una experiencia verídica del viernes a la tarde que empieza y juega todo el tiempo con una comparación marina.

seba: ehhh. No sacrifiques tu pierna izquierda. La escritura se puede laburar (y no hacen falta piernas), siempre se puede laburar. Cuando quieras hacemos algo.

agustinamor dijo...

Me encantó tu relato.Lo tuve que leer hasta el final porque me generó interés(cosa que no siempre me pasa).

Eugenia Hermida dijo...

Coincido, muy Flor. Muy bueno. Me gustó y me enganchó. Como suele ocurrirme cuando entro en tus transfusiones.
Excelente Lisístrata, lo leí con Cardini, en 1ro también.
Para una dama, dificil no sentirse identificada con el relato (con el de flor, aunque yo no soy tan de vestidito y uso paraguas).

Hoy, miestras estaba abajo del agua, pero no sufriendo y sin frio, pensé en que finalmente voy a conocer a la famosa f. (fsf) Juro, que involuntariamente me dió ciertos nervios. No me gusto yo ultimamente, lo que me hace sentir que no puedo gustar.

Seba, no hace falta la pierna, y vos escribis bien, pero necesitás soltarte un poco, me parece.

Anónimo dijo...

Bendita lluvia. Florecieron las musas. fv

flor dijo...

agustinamor: ¡gracias! ¡Qué bueno generar eso con las palabras!

Ay, niña Euge, no muerdo (a veces, nomás, pero tengo que estar muy enojada). Me encantó el juego de f. con fsf.

fv: parece que florecieron. je. Bendita lluvia.